Paz y Bien, hermanos.
Hoy pasamos a la capilla en la que se venera la sagrada imagen del Santísimo Cristo Amarrado a la Columna. Hasta fechas muy recientes, esta capilla terminaba en lo que ahora es la reja. Allí se veneraba la imagen del Ecce Homo que actualmente se conserva en el museo. El cambio del cuadro del Ecce Homo por la talla de Cristo amarrado en la columna queda documentado en el Libro de la Fundación de este convento, donde se escribe que, siendo guardián Fr. Manuel Guardiola, se encargó “una Imagen de Cristo a la Columna para el nicho del Santísimo Ecce-Homo, ... de mano de D. Francisco Salzillo, celebre escultor”, “pero caro”, añade el P. Haro. Era el año 1755, y costó 1.500 reales de entonces.
Nuestra sagrada imagen representa la escena que los evangelistas escuetamente describen: «Antes lo hizo azotar» (Mt 27,26; cf. Mc 15,15; Jn 19,1). No dicen más, por lo que habría que buscar en otras fuentes el modo y la manera de cómo se ejecutó este castigo. Lamentablemente no nos podemos detener en ello, pero sí constatar que con Cristo se pasaron y por ello tuvieron que echar mano del Cireneo camino del Calvario. El resultado de los azotes queda patente en esta escultura. Algunos comentan que Salzillo se pasó con tanta sangre, sin embargo la verdad es que se quedó corto. El hecho fue mucho más cruel de lo que podemos imaginar.
Ahora bien, las bellas formas con las que Salzillo talló nuestra venerada imagen poseen un secreto, porque nuestro escultor no sólo quiso recordar una escena de la Pasión, sino también plasmar visualmente cómo vivió Jesús ese momento. Este segundo aspecto es el que más nos interesa resaltar porque la forma, la figura y los cuidados detalles la hacen profundamente expresiva, si bien es verdad que su secreto solamente puede ser percibido por la fe.
Antes de seguir adelante, pongámonos en actitud de oración y recemos con nuestra hermana Ana María Tomás esta sentida oración: (soneto)
Como prólogo para entender creyentemente nuestra imagen tendremos que remontarnos a la historia que nos cuenta el evangelista S. Lucas sucedida en la sinagoga de Nazaret. Allí se nos dice claramente el sentido que dio el mismo Jesús a su vida en general: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la Buena Noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19). Se trata de un texto tomado de Isaías, el profeta que se lee durante la Semana Santa y que, indudablemente, influyó en nuestro escultor.
Ahora ya podemos mirar con atención creyente cada uno de los detalles de nuestra querida imagen, pero hay que hacerlo con los ojos del corazón bien abiertos, pues de otro modo nos quedaríamos en la apariencia externa soslayando lo esencial que es lo que nos importa. A modo de estampas, repasaremos muy brevemente los mensajes que nos dicta nuestra imagen.
EL ROSTRO
Si miramos su rostro, lo primero que nos llama la atención es que no existe una relación directa entre el daño que padece con los azotes y su expresión. No muestra miedo, ni dolor, ni mucho menos cobardía. Es un rostro firme como de alguien que tiene una convicción interior tan grande que ni los latigazos, ni los insultos, ni las burlas pudieron hacer mella en él. Su certeza interior le permitió sobrevivir a tanta maldad y su amor hasta el extremo le condujo por estas sendas tortuosas del mal sin alterarle el destino final de su vida: amor fue su nacimiento y amor fue su entrega en la Pasión. A mi entender su rostro refleja perfectamente el texto de Isaías que leemos el Miércoles Santo. Dice así: “ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que me mesaban la barba; no me tapé el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor me ayuda, por eso no me acobardaba; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Tengo cerca a mi defensor…” (Is. 50,4-9)
LA MIRADA
Sus ojos están ligeramente ladeados hacia la izquierda y, si seguimos la dirección de las pupilas, da la impresión de que su mirada no la dirige hacia ningún lugar concreto; esto permite que cualquiera que le observe puede sentirse mirado por Él. Pero hay también otra explicación; el no fijar la mirada en nada concreto puede también indicar recogimiento, de tal modo que la brutalidad que se ceba en él no le distrae de su convicción interior. Sólo un pequeño rictus en la ceja izquierda y el arco inclinado del mismo ojo izquierdo indican dolor, pena y compasión.
EL OÍDO
El oído izquierdo está descubierto y cada vez que me fijo en este detalle, me viene a la memoria aquella expresión de Isaías: “Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados. El Señor me abrió el oído; yo no me resistí ni me eché atrás” (Is. 50, 4b-5). Según este texto, aplicado a Cristo, él escucha de una manera especial. En primer lugar escucha la palabra del Padre que le envía para entregarse en favor de todos, y lo hace con convicción, de tal modo que cuando aparezcan las contradicciones no se “echará atrás”. Escucha también a los débiles como a aquella pecadora que, sin decir palabra, le lavó los pies con sus lágrimas, se los secó con su cabello y los ungió con perfume y Él la redimió. Y nos escucha a nosotros cada vez que nos acercamos a Él y le comunicamos nuestros anhelos.
LOS PIES
La posición de los pies es, cuanto menos, curiosa, pues estando amarrado muestran el ademán de alguien que claramente está caminando. “No me eché atrás”, dice Isaías. Los azotes son dolorosos pero no modifican su proyecto de entrega. No le van a quitar la vida, sino que es él el que la entrega, dirá san Juan. Amor fue su origen y amor es su destino. Al mirarlos de nuevo nos viene a la memoria esta exclamación tan bella y sugerente del profeta Isaías: ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz¡ El movimiento de la imagen se acentúa observando el pelo del lado izquierdo que está al aire y el vestido que tiene un amplio vuelo.
LAS MANOS
Las manos son, generalmente un signo de poder. En nuestro caso observamos que cada una de ellas nos dicen cosas diferentes. La mano izquierda está más relajada; la derecha está algo más rígida. Sin embargo ninguna de las dos, aunque amarradas, están crispadas y sin movimiento. De ahí la pregunta que se hace el mismo Dios: “¿Tan corta es mi mano que no puede redimir?” (Is. 50, 2) No hay cadenas lo suficientemente fuertes como para impedir que Dios Padre en su Hijo ejerza su poder como servicio y misericordia.
LA BOCA
Está cerrada, pero no observamos ninguna rigidez en ella; antes bien, el predominio de la horizontalidad nos indica serenidad. Percibiremos mejor este detalle si traemos a este momento la lectura del Lunes Santo: “Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero... No gritará, no clamará, no voceará por las calles. ... Promoverá fielmente el derecho, no vacilará ni se quebrará, hasta implantar el derecho en la tierra,.... Así dice el Señor Dios…” (Is. 42,1-5). Todos tenemos experiencia de la fuerza que, mediante la sagrada imagen, Cristo genera en nosotros. Él sin pronunciar palabra nos da las fuerzas necesarias para seguir caminando con paso firme por todas las encrucijadas de la vida.
Después de estas breves pinceladas pienso que ante la sagrada imagen de Cristo Amarrado a la Columna no podemos permanecer impasibles, porque sin pronunciar palabras nos comunica un rico contenido creyente: él es el Siervo de Dios que entrega su vida en rescate de todos. No se cansa de caminar buscando al que está perdido; no se cansa de escuchar los lamentos de un pueblo que sufre; no se cansa de mirar, con el corazón en sus ojos, a todos los que necesitamos ser amados; no se cansa de sostenernos en la debilidad. Nuestro Cristo Amarrado a la columna, simplemente no se cansa de poner su vida a nuestra disposición para que en Él encontremos la verdad, la belleza y la bondad; realidades imprescindibles para una vida felizmente creyente.
Terminamos esta catequesis, uniéndonos a la oración de nuestra paisana Ana María Tomás. (Levanto mis ojos hasta ti, Dios mío..
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